Adviento, día 17

«Pero cuando él estaba considerando hacerlo, se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: “José, hijo de David, no temas recibir a María por esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”». Mateo 1.20–21

La confusión de José era entendible: su prometida estaba embarazada y alegaba que esto era por obra del Espíritu Santo. Él, como era «un hombre justo y no quería exponerla a la vergüenza pública, resolvió divorciarse de ella en secreto» (1.19). El divorcio, pensó él, era la mejor opción.

En esos pensamientos cavilaba cuando se le apareció el ángel que le reveló lo que en realidad pasaba y le dio fe de que María había declarado la verdad; no era preciso que se divorciara de ella, al contrario, debía celebrar la gracia del Señor.

El plan de José era el mejor desde el punto de vista de una persona prudente y sabia. Su actitud era admirable y modelo de lo que significa el amor maduro, que sabe renunciar sin necesidad de maltratar a la otra persona. Era el plan perfecto… hasta cuando se le manifestó el ángel.

La presencia del enviado de Dios cambió la perspectiva de José. Él entendió que Dios quería operar algo extraordinario a través de María y de él; por lo tanto ya no existían razones para temer, ni para esbozar soluciones que, aunque prudentes, no eran las óptimas.

La presencia de Dios hace la diferencia. Ante los desafíos de la vida personal y colectiva, ante los problemas personales y sociales, nos urge discernir esa presencia y descubrir asombrados que su mente supera nuestras buenas ideas.