Adviento, día 11

«Entonces dijo María: —Mi alma glorifia al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque se ha dignado fiarse en su humilde sierva. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones…». Lucas 1.46–48

«Bienaventurada entre todas las mujeres, bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús», palabras que proceden de la boca de Elizabet, cuando María la visita en su casa, en las montañas de Judea. Las dos mujeres se encuentran, celebran y glorifican a Dios porque en sus vientres crecen señales de la acción de Dios en la historia. El bebé de Elizabet se une a la fiesta y salta dentro del vientre (1.44).

La esperanza, cuando se comparte con otros, se convierte en alegría. La esperanza no es una gracia para saborear en los rincones de nuestra intimidad; es para vivir en comunidad, sobre todo aquella que proviene del Dios Trino quien es, en sí mismo, comunidad plena.

María se regocija porque el Señor la ha escogido para que por medio de ella venga el Salvador del mundo. Su alegría nace de razones universales porque en ella ha ocurrido un milagro que favorecerá a todas las generaciones. Todos los personajes de la Navidad irradian alegría, menos aquellos que, por su egoísmo, procuran que la salvación se destine a unos pocos… y que nadie, aparte de ellos, sea llamado salvador. Es el caso de Herodes, símbolo del egoísmo salvaje.

Pero, aparte de estos pocos reyezuelos y gobernantes, todos los demás se gozan. Y María no esconde los motivos: estos poderosos, por fin, serán derrotados de sus tronos y los hambrientos (también por fin) serán colmados de bienes (1.52–53). ¡Cómo no iba a saltar Juan el Bautista dentro del vientre de Elizabet!

Tomado del libro “Adviento: una esperanza que transforma” de Harold Segura