Adviento, día 8

«En el año quince del reinado de Tiberio César, Poncio Pilato gobernaba la provincia de Judea, Herodes era tetrarca en Galilea, su hermano Felipe en Iturea y Traconite, y Lisanias en Abilene; el sumo sacerdocio lo ejercían Anás y Caifás. En aquel entonces, la palabra de Dios llegó a Juan hijo de Zacarías, en el desierto». Lucas 3.1–2

La ubicación histórica del texto es exacta y no deja lugar a dudas: se ofrece el nombre del emperador, del gobernador de la provincia, del tetrarca y se muestran las relaciones familiares entre estos. Además, se ofrece información acerca de la jerarquía religiosa del momento; igual, con nombres propios.

Nada de esta historia tan divina sucede fuera de esta tierra. La llamada historia sagrada no se desarrolla en una realidad distinta a la nuestra. Para que Dios manifieste su amor no necesita un escenario celestial desprovisto de los trucos políticos y las simulaciones de los religiosos. No; la palabra de Dios llega, como le llegó a Juan (3.2), entre Tiberio, Herodes, Anás y Caifás, para ofrecer alternativas de vida que den esperanza.

El evangelio de Jesús, siguiendo la tradición de los profetas del Antiguo Testamento, no nos invita a escapar de la realidad terrenal, sino a escuchar en medio de ella la voz de Dios y a ser agentes de trasformación. Juan, hijo de Zacarías, recibió el encargo de ser una «voz de uno que grita en el desierto» (3.4). Ese es también nuestro encargo; gritar que hay agua viva (Jn 7.38) en este desierto árido de nuestra época.

Tomado del libro “Adviento: una esperanza que transforma” de Harold Segura