“Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Este hombre, justo y piadoso, esperaba la restauración de Israel; y el Espíritu Santo estaba sobre él. Y le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes que viera al Ungido del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo. Cuando los padres del niño Jesús lo trajeron al Templo para hacer por él conforme al rito de la Ley, él lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios” (Lucas 2: 25-28)

A Simeón se le había prometido que vería la salvación prometida por Dios. ¿Y qué vio él? a un niño recién nacido. Entendemos entonces que la salvación no es algo que podamos ganar, ni algo que podamos hacer, ni algo que podamos merecer. La salvación es una persona y esa persona es Jesús.

Es tan simple que a veces tendemos a hacer el tema más complejo de lo que es, con reglas a veces inexplicables, porque parece que algo tan grande y tan maravilloso no puede venir envuelto en pañales.

Hoy, abrí los brazos para recibir lo que no merecías, no lo dejes pasar. Un día Dios se hizo bebé, ese bebé se volvió hombre, y ese hombre dio su vida para volver a acercar a una humanidad que vive en tinieblas a Dios que es la luz que puede iluminarla. Lo hizo para alcanzar a toda la humanidad, lo hizo para alcanzarte a vos. Como dice la canción: Mi orgullo me sacó del jardín, Su humildad colocó el jardín en mí…